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miércoles, 8 de abril de 2015

"Coplas de Contento" de Luis Cordero Crespo. (1833-1912)







Composición escrita con motivo de la abolición del diezmo y consiguiente supresión de los odiosos especuladores llamados diezmeros, en marzo de 1884.




    ¡Oh Padres!, de gozo henchidos
nos tiene vuestra ternura.
Conque también el diezmero
¿cayó por fin en la tumba?

¿Terminó la horrible plaga?
¿Cesó al cabo nuestra angustia?...
¡Levantad a la redonda,
indios, un clamor que aturda!...

Desde ahora, para el que siembra
será lo que el maíz produzca.
¡En hora buena, con flores
lozanas, el fruto anuncia!

Mujer, hijo, hermano, hermana,
trabajemos más que nunca;
nuestra cosecha de pobres
la disfrutará el que suda.

Ya no vendrá de improviso,
un mozo de faz adusta,
a tomar necios apuntes
aun de lo que no madura.

No dará padrón en mano,
vueltas a la diminuta
estancia, a modo de cuervo
que res mortecina busca.

Ya no contará las cañas
que, tiernas, el viento tumba,
para decirme: «¡Has comido!
¡La sementera está trunca!».

No empuñará tras la casa,
antes que su dueño acuda,
gallina y pollos que pían,
denunciando al que los hurta.

Libre mi becerro queda;
desde hoy es inútil que huya;
trisque aquí, junto a su madre,
que también está segura.

Aun mi gozque se escondía,
al ver su cara sañuda,
temiendo que de los perros
haya diezmo por ventura.

¿En qué cosa no repara?
¿Qué no encuentra? ¿Qué no suma?
¿Qué no atrapa? ¿Qué no lleva,
el buitre de largas uñas?

Cuando lo divisa el lobo,
tímido corre y se oculta.
El gavilán que lo atisba,
medroso eriza las plumas.

Sal, hijo mío, veamos
la postrera siembra tuya.
Sabiendo que no hay diezmero,
tal vez el brote apresura.

Mujer, moja esos carrizos;
vuelvo sin tardanza alguna.
Hemos de tejer dos trojes,
que hoy y mañana concluyan.

Rellenos los guardaremos,
para la mayor penuria.
Ya el pan de tus pobres hijos
un extraño no te usurpa.

¡Oh Dios, verdadero Padre,
castíguenos la ira tuya
con el hielo o el granizo;
mas, con el diezmero nunca!

Todavía, estupefacto,
lo sueño en la noche oscura,
y tiemblo como un enfermo
a quien el delirio asusta.

He aquí que a mi pobre choza
entra, me ultraja, me insulta,
prendas me arranca, y de oprobios
aun desde lejos me abruma.

«Nada coseché», le digo;
«No has de encontrar mies alguna;
¿no ves cómo de hambre lloran
mis hijos con amargura?».

¡Hablara yo con las piedras!
Fueran, quizá, menos duras.
Él responde: «¡Qué me importan
a mí las lágrimas suyas!».

Mañana estarán las prendas
vendidas por cualquier suma,
y yo, su dueño, desnudo,
sin que el cargo disminuya.

¿A la justicia quejarme?
¿Cómo, si es pariente suya?
Escribe, embrolla, y mi fundo
se vende en subasta pública.

¿Qué harás, indio, si aun con esto,
el bárbaro no te indulta?
Cargar con tu hijo y, llorando,
¡sacarlo a vender, sin duda!...

¡Ay de mí!... Mas ya despierto.
¡De rodillas, criaturas!
¡Con ambos ojos nos mira
por fin la Clemencia Suma!


Por su amor nos conservamos.
Su providencia conjura
los infortunios que al indio
desventurado atribulan.

Ella ha dispuesto, piadosa,
que la compasión influya
en los que con noble mano
desata nuestra coyunda.

Juntémonos a pedirle
que ella misma retribuya
tan grande bien con el premio
de la celestial ventura.

¡Defensores generosos,
que bregáis en nuestra ayuda,
fuera el corazón mi ofrenda,
a fin de daros alguna!

Sólo corazón tenemos
los de esta raza desnuda,
nacida a soportar penas
y lamentar desventuras.


¡Dios, en las santas mansiones
que con su esplender alumbra,
conceda a todos vosotros
la dicha que siempre dura!



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