Composición escrita con motivo de la abolición del diezmo y consiguiente
supresión de los odiosos especuladores llamados diezmeros, en marzo de 1884.
¿Terminó la horrible plaga?
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¿Cesó al cabo nuestra
angustia?...
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¡Levantad a la redonda,
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indios, un clamor que
aturda!...
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Desde ahora, para el que
siembra
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será lo que el maíz produzca.
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¡En hora buena, con flores
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lozanas, el fruto anuncia!
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Mujer, hijo, hermano, hermana,
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trabajemos más que nunca;
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nuestra cosecha de pobres
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la disfrutará el que suda.
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Ya no contará las cañas
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que, tiernas, el viento tumba,
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para decirme: «¡Has comido!
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¡La sementera está trunca!».
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No empuñará tras la casa,
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antes que su dueño acuda,
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gallina y pollos que pían,
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denunciando al que los hurta.
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Libre mi becerro queda;
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desde hoy es inútil que huya;
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trisque aquí, junto a su madre,
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que también está segura.
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Aun mi gozque se escondía,
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al ver su cara sañuda,
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temiendo que de los perros
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haya diezmo por ventura.
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¿En qué cosa no repara?
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¿Qué no encuentra? ¿Qué no
suma?
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¿Qué no atrapa? ¿Qué no lleva,
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el buitre de largas uñas?
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Cuando lo divisa el lobo,
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tímido corre y se oculta.
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El gavilán que lo atisba,
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medroso eriza las plumas.
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Sal, hijo mío, veamos
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la postrera siembra tuya.
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Sabiendo que no hay diezmero,
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tal vez el brote apresura.
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Mujer, moja esos carrizos;
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vuelvo sin tardanza alguna.
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Hemos de tejer dos trojes,
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que hoy y mañana concluyan.
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Rellenos los guardaremos,
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para la mayor penuria.
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Ya el pan de tus pobres hijos
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un extraño no te usurpa.
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¡Oh Dios, verdadero Padre,
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castíguenos la ira tuya
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con el hielo o el granizo;
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mas, con el diezmero nunca!
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Todavía, estupefacto,
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lo sueño en la noche oscura,
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y tiemblo como un enfermo
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a quien el delirio asusta.
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He aquí que a mi pobre choza
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entra, me ultraja, me insulta,
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prendas me arranca, y de
oprobios
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aun desde lejos me abruma.
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«Nada coseché», le digo;
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«No has de encontrar mies
alguna;
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¿no ves cómo de hambre lloran
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mis hijos con amargura?».
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¡Hablara yo con las piedras!
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Fueran, quizá, menos duras.
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Él responde: «¡Qué me importan
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a mí las lágrimas suyas!».
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Mañana estarán las prendas
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vendidas por cualquier suma,
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y yo, su dueño, desnudo,
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sin que el cargo disminuya.
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¿A la justicia quejarme?
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¿Cómo, si es pariente suya?
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Escribe, embrolla, y mi fundo
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se vende en subasta pública.
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¿Qué harás, indio, si aun con
esto,
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el bárbaro no te indulta?
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Cargar con tu hijo y, llorando,
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¡sacarlo a vender, sin duda!...
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¡Ay de mí!... Mas ya despierto.
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¡De rodillas, criaturas!
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¡Con ambos ojos nos mira
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por fin la Clemencia Suma!
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Por su amor nos conservamos.
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Su providencia conjura
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los infortunios que al indio
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desventurado atribulan.
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Ella ha dispuesto, piadosa,
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que la compasión influya
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en los que con noble mano
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desata nuestra coyunda.
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Juntémonos a pedirle
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que ella misma retribuya
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tan grande bien con el premio
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de la celestial ventura.
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¡Defensores generosos,
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que bregáis en nuestra ayuda,
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fuera el corazón mi ofrenda,
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a fin de daros alguna!
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¡Dios, en las santas mansiones
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que con su esplender alumbra,
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conceda a todos vosotros
la dicha que siempre dura!
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