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viernes, 24 de mayo de 2019

celebración de la batalla del 24 de Mayo de 1822, Quito, ECUADOR


**A continuación transcribimos el discurso proclamado por el Señor Luis Cordero Crespo en Quito, 


Señor Presidente del Consejo Cantonal, digno representante del heroico pueblo de la ilustre Quito ;
Honorable Asamblea Nacional ;
Señor Presidente de la República ;
Señores Diplomáticos de los Países amigos ;

Ecuatorianos ;

¡La trompeta de la fama, boca de los siglos, hános convocado aquí, para que, en certamen de paz, en gimnasio de ciudadanía, en asamblea de patriotismo, tornemos a escuchar, magnificado por el aliento de ciento siete años, el veredicto inmortal, con que, la jurisprudencia de la victoria, estableció la personalidad y definió el derecho del Pueblo Ecuatoriano !
Sean, con tal motivo, las palabras primeras de esta conferencia, un homenaje a España. En fiesta de hija, el puesto de honor, el asiento de primacía, corresponde, por estatuto de naturaleza a la madre. Pasaron ya, los tiempos, en que, el vino de los aniversarios de la emancipación americana, tenían acideces de encono. Hoy, definitivamente abandonada, la chatura de criterios de bajío, y contemplado, el panorama de los hechos humanos, desde las cumbres serenas de la Historia: Carabobo, Boyacá, Pichincha, Junín, Ayacucho; son como Bailén, como Pavía, días eternos de la Raza, en el calendario de la gloria.
Si el anhelo de reproducirse, si la voluntad de multiplicarse, son la característica biológica, de las naturalezas plenas de vida y de fuerza; si la filogenitura y la expansión, a través del tiempo y del espacio, constituyen, la vanidad espiritual, el postulado racial, el imperativo étnico, de las grandes civilizaciones; labor de hijos, labor noble, leal y fecunda, fue la que hicimos, con independizarnos de la Metrópoli peninsular; porque, así logramos multiplicar la grandeza castellana; reproducir la nacionalidad ibérica; tener, en vez de una, veinte Españas; y colocar sobre el vientre soberano, donde se plasmó la vida de un mundo, como documento de amor, como promesa de inmortalidad, no un gajo de laurel de nuestras selvas, no un puñado de oro de nuestras minas, sino una corona inmensa, palpitante, viva, compuesta de pueblos civilizados y libres!
Y, bien ha hecho España, con magnanimidad que le honra, en abrir los brazos de la apoteosis, al bronce de Bolívar; faltaba esa épica mitad americana, a la mitad legendaria del Cid, para completar la estatua moral de la Raza.
Excuse élla, si al rememorar, los episodios heróicos de la magna gesta de hoy, desde la hierática paz de sus viejas panoplias, el poema de acero del Pichincha, siente de nuevo la humedad de la sangre y torna a palpitar con ritmos de libertad y de gloria.

                Bien podría repetir con el harpa de mi Padre:        
           
¡Perdón, oh! madre amada,
Perdón, si un día tus audaces hijos,
Libertad te pedimos con la espada!
¡Tú nos diste la sangre de Pelayo;
Tú la férvida sed de independencia;
Español el arrojo;
Castellana la indómita violencia;
Fueron con que esgrimió tajante acero
El que probó, en la lid, ser tu heredero !

Moda de falsos puritanos, cuando no dolencia de espíritus enclenques, es ahora, la de renegar del culto heróico de los hechos pasados.
Con descabalado concepto de la Sociología, con raquítica idea de los dictados de la paz, mutilando la unidad orgánica de la Historia; ¿para qué, se dice, engolfarnos en la vanidosa visión de las glorias idas, descuidando el presente, olvidando el porvenir? ¡Con ello no hacemos, sino vivir de la ociosidad del orgullo, adulando miserias de hoy, con el recuerdo dorado de tiempos que no han de volver; con eso no conseguimos, sino despertar el instinto guerrero. de la fiera humana, para proyectar nuevas manchas, siluetas de sangre, sobre los blancos estandartes de la paz redentora!…..
¡Mesquina concepción, plebeyo raciocinio, de los que tal piensan! Negar la magnitud de los horizontes que dejamos atrás, para que no vengan en desmedro de los que tenemos delante, como si el espacio no tuviese cabida para dos inmensidades!
¡Negar la epopeya para industrializar la historia! ¡Cercenarles las plumas a las águilas; trasquilarles las melenas a los leones, para mullir el lecho de molicie, donde el panfilismo sueña con el humo blanco de teorías imposibles !
¡Pueblo que no tiene conciencia de su personalidad histórica, no es pueblo civilizado, es horda, que aún no ha dejado los pañales de la barbarie! ¡Locura es cortar las raíces para que el árbol fructifique! ¡Sin levadura heroica, no hay pan de grandeza para los pueblos! ¡Granero del porvenir es el pasado; allí están las semillas de la nacionalidad; allí están las cimientes de los antiguos otoños, para la resurrección de las nuevas primaveras !
Volvamos pues los ojos atrás, para enfocar la luz de soles ya conocidos, sobre las ignaras sombras del futuro.
No hay lección más alta, más confortante, más fecunda, que la que nos dictan desde la cátedra de los siglos, los varones y los hechos heróicos. Esa pedagogía sublime, es la escuela de las naciones, el colegio de las razas.
Puestos así a la ribera de esas vanas especulaciones, con que el vacío quiere tragarse la realidad, entremos en materia.
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¡Primorosa guadaña de plata y no bronca segur de hierro, pedía la sagrada cosecha de los inmortales laureles de Pichincha; pero, en todo caso, serene vuestra inquietud y fortalezca mi empeño, el convencimiento de que, al forjar esta medalla de aniversario, yo no voy sino a prestaros, el molde de barro de mi palabra, para que vosotros, vaciéis en él, el oro fundido de vuestros propios sentimientos y emociones !
¡Y porque es larga la jornada y porque pesados son los arneses de la guerra, y porque mengua fuera para mí, que, por culpa mía, resultase fatigada vuestra atención, permitid que os lleve, no a lomo de rucio por campos de rutina, sino haciéndoos cabalgar en los olímpicos saltos del potro de la victoria !
Y si, a pesar de todo, resulto vencido por la extensión de la materia histórica, tan rica en episodios y detalles; que la generosidad de vuestras inteligencias y la gentileza de vuestros corazones, me rescate de las merecidas mofas del hastío, poniendo vendas de piedad a mi derrota, ya que, no es de humano poder, reducir a la miserable pequeñez de una conferencia, la soberana magnitud de una epopeya!
¡ Y ahora, temores y reticencias aparte, comience ya, en el cinema de vuestras almas, el cronológico desarrollo de la odisea libertadora !
Sobre la oscuridad de trescientos años de servidumbre empezaban a vibrar los primeros relámpagos de rebeldía. El ideal de los precursores de la Independencia, había puesto ya, fermento de libertad en las mesas abyectas de la Colonia; mas, el grito de emancipación que, con arrogante primogenitura, lanzara la ínclita Quito, el 10 de Agosto de 1809, si despertó, al Continente americano, de su tranquilo sueño de esclavitud, tornó a silenciar con las dantescas gemonías del 2 de Agosto de 1810, en que la barbarie, de tropas del Perú y de tropas de Cundinamarca, puesta al servicio no de España sino de la crueldad realista, acuchilló cobardemente, entre grillos y calabozos, a la flor del patriarcado quiteño. ¡El hierro asesino, hizo de los presos mártires, y como la sangre es signo y precio de redención, escrita quedó con sangre la futura libertad de América !
¡No es ceguera de amor por la Patria; no es desvío de vanidad por campos de exclusivismo; no es bastardo brote de orgullo nacionalista; sino serena comprensión de la verdad y la justicia, decir que: veinte pueblos libres; la América toda, son deudores de Quito, de un grandioso monumento, que eternice en el bronce, la hazaña de esta ciudad heróica, que se rompió generosamente las entrañas, para dar a luz libertad de un mundo !
De tiempo en tiempo, de tierra en tierra, sucedíame resurgimientos y caídas; y como estrambote de aquel trágico poema de sangre, cayó, a plomo de cadalso, Montúfar, hijo del Presidente de la primera Junta Republicana; Calderón, padre del legendario mancebo cuencano; y remitidas fueron desde Tumaco a esta ciudad, por encomienda certificada, las cercenadas cabezas de Don Nicolás de la Peña, y de su dulce y heroica esposa Doña Rosa Alavis y Zárate. ¡Por élla, la mujer ecuatoriana, tiene también derecho de sangre, en el reparto de glorias de la libertad de América !   
Los años iban pasando fatídicamente por la clepsidra del tiempo, y, Guayaquil, la hidalga Guayaquil, probó a retar, a los señores de América, acotando su territorio, con mojones de liberación; y más feliz que la martirizada Quito, hizo, del 9 de Octubre de 1820, llave de su redención y cetro de su hegemonía.
Cuenca, que, por participación generosa con Quito, se había anticipado en rendir primicias de martirio, pagando con la sangre de Joaquín Tobar y de Don Fernando Salazar y Piedra, su Primer Alcalde, sus anhelos de emancipación, saltó a la brecha, aunque no fuese, sino para pasar, de la gloriosa aurora, del 3 de Noviembre, al fatídico ocaso del 20 de Diciembre de 1820.
Sucesivamente, casi todos los pueblos de la PRESIDENCIA DE QUITO,  como cachorros también del León de las Españas, comenzaron a sacudir la melena y a aguz(s)ar la (s)zarpa, mientras el fragor de los épicos truenos de Boyacá y Carabobo, repetidos de cumbre en cumbre y de quiebra en quiebra, paseaba por las tierras de América, el estrépito y la gloria de las armas de Bolívar.
San Martín, el Capitán del Sur, tocado había en lindes peruanas, mientras Bolívar, el Águila de Colombia, venía oteando desde la altura de sus victorias, el estadio todo del Continente, que no solo el ámbito, señalado por el destino, al ímpetu vencedor de sus alas.
¡Era la hora suprema, prevista por Dios, como signo de contradicción entre España y América; y el sol de Carlos Quinto, huyendo de la espada de Bolívar, iba de poniente en poniente, como si sólo anhelase replegarse, al nativo cielo de la dulce Hesperia, para descansar en la vieja paz de sus antiguas glorias !
Guayaquil no quizo hacer de su independencia, egoísta patrimonio suyo; y ya por seguridad propia, ya por filantrópico anhelo, resolvió extenderla a Quito y a sus marcas aledañas; y con ardor y generosidad dignas de tal causa, mantuvo el fuego sagrado; y vencida o vencedora, batalló en cruda lid, sin ceder un palmo de territorio, antes amamantando la victoria, a los pechos mismos de la derrota.
Bolívar, tanto más sediento de gloria, cuanto más arreciaba su fiebre de libertad, mal podía, trocar su hacinamiento de laureles, en tálamo de inercia; y heraldo de sus propósitos, en mensaje de cortesanía, tocó en playas de Guayaquil, José Mires, el hijo de España, que había puesto el amor de la libertad sobre el amor de la tierra nativa.
Todo estaba preparado para el desenlace final del drama de sangre y de gloria, que de años atrás, venía desarrollándose, en las playas del Litoral y en las quiebras de la Serranía. Todas las pequeñas causas y motivos, que forman la urdimbre de los sucesos, habían sido puestas en el telar de la Historia; tiempo era ya, de que las semillas de la libertad, hechadas en surcos de martirio, diesen frutos de victoria.
Pero faltaba el hombre. el hombre providencial, que, sumando antecedentes y unificando energías, trocase las quimeras del heroísmo, en sillares de la emancipación. Y ese hombre, fue encontrado, no por el cálculo de la crítica militar, no por la reveladora fama de los hechos, sino por la aquilina mirada del genio, que, de súbito fue a clavarse, no en la llamativa figura de alguno de los grandes veteranos de la guerra, sino en el corazón de un soldado de Cumaná, en quién la serenidad de la modestia realzaba el florido verdor de los años ¡Y ese hombre, no diremos hallado, sino creado para la inmortalidad, por la imperativa designación de Bolívar, fue Sucre !

                Veinte y seis años de edad, apenas veinte y seis, contaba el gallardo mancebo, a quien, Bolívar y el Destino, acababan de encomendar; no la secuela de su negocio mercantil; no el desarrollo de un drama de amor; sino la magna empresa de arrebatarle, al León de España, el grandioso cubil de sus posiciones australes.
Consagrado héroe y estadista, por la soberana visión del Libertador. Sucre tocó en aguas de Guayaquil, y Guayaquil comprendió a Sucre; y entre escaramusas diplomáticas; y entre preparativos de guerra; ya festejando hazañas; ya maldiciendo felonías; se inició, cabe las olas del mar la soberbia odisea, que debía subir, en militar romería, hasta la cima de los andes, para plantar en élla el pendón de los libres, o bajar al sepulcro, cargando con los mares de la libertad.
¡Qué episodios aquellos! La fábula misma, parece empequeñecerse ante la grandeza de la Historia. Ya la traición de López, el judas de la Libertad Americana. Ya los heróicos arrestos del pueblo de Guayaquil, contra las naves de Ollague.
Ya el sangriento triunfo de Yaguachi o Cone, en que el ímpetu de Mires, dejó en cuadro los tercios de Tolrá, haciendo que, en balanza del éxito, pasase más el valor de los patriotas, que el poder de los realistas. Ya pintorescas escaramusas de sangre, a flor de riscos y picachos, en que niños y adolescentes, morían riendo, ansiosos de ir a dormir, con gloria, en el tálamo de la muerte. Ya la no esperada, pero tremenda rota de nuestro ejército, en las fatídicas llanuras de Guachi (huachi), donde, parece que la tragedia había reservado un campo a la tiranía.
                          
¡Allí había caído Cuenca, con Salazar, en 1810! ¡Allí cayó Guayaquil, con Urdaneta, en 1820! ¡Allí acababa de caer Colombia, con Sucre, en 1821!

Sucre, vencido, contuso, deshecho, llegó casi a desesperar del éxito de la enorme empresa que pesaba sobre sus hombros. Pero Guayaquil, siempre magnánima y solícita siempre, acudió presurosa, a confortarle con nuevos recursos y energías; y el paladín, aleccionado por las desgracias de la guerra, aprovechó de la paz de un armisticio, para variar el rumbo de la campaña y organizar las huestes de la victoria.
Sucre no se dio reposo, y en los comienzos del año de 1822, las tropas libertadoras, saliendo de la inacción de sus acantonamientos, se pusieron, en rápida marcha, para la serranía. Abandonado el primitivo plan, estérilmente sangriento, para la causa de los patriotas, tomose por objetivo inmediato, la ocupación de la ciudad de Cuenca, no sin desplegar, pequeños destacamentos de engaño, que distrajesen, hacia otros lugares, la perseverante vigilancia española. El grueso del Ejército, protegido por la intrincada floresta occidental, pero en rudo combate, con la insalubridad del clima y los baches y cambroneras del camino, fue saliendo, de los bosques de Machala, por pelotones, hasta que, vencidas las agrias vertientes de la cordillera, se integró, para darse el abrazo de bienvenida, con los de la expedición auxiliar del Sur, que tocaba también en tierras de Saraguro.

     ¡Sublime abrazo, debió de ser aquel, que, para la conquista de la Libertad, _si se me permite el uso antelado de algunos patronímicos_ dábanse, en las inmensas soledades de un páramo andino: argentinos y chilenos; peruanos y neogranadinos; ecuatorianos y venezolanos; irlandeses y franceses; rusos y polacos; porque, de todo había, en ese originalísimo Ejército, al cual el Destino, había confiado la liberación definitiva de Quito. En extranjeras comarcas, gentes que, nunca se habían conocido entre sí, sintiéndose todas hermanas, y como en propio hogar, porque, la comunión de los grandes ideales, suele borrar fácilmente, las divisiones y fronteras de la Naturaleza.!

Crecido venía ya el novel ejército, y sí engañado, el Jefe realista de la plaza de Cuenca, pensó en resistirlo, y aún salió por Tarqui, para batirlo; pronto cerciorado de la verdad, tornó grupas, y el 20 de Febrero de 1822, el glorioso pabellón de España, se despidió de los lares del Tomebamba, donde, a la sombra mitrada del más grande de los Obispos realistas, había hechado hondas raíces el culto del Blasón y lealtad al Rey.
Pero la Cuenca de 1822 ya no era la de los primeros años del siglo XIX; los acontecimientos de 1820, y los martirios de 1821, habían convertido a la sumisa feudatoria de la Colonia, en terrible amazona de la República.
La entrada del ejército libertador en la ciudad, se verificó, no entre el agresivo silencio de un pueblo puesto a obediencia, por el terror de las armas, sino, entre los hurras de las muchedumbres, la música de las murgas, y el himno de los viejos campanarios, que son, las ancestrales manifestaciones del alma cuencana, cuando sabe sacudirle el divino calofrío del patriotismo y de la gloria.
Sucre conoció, desde luego, que no se había equivocado, en elegir a Cuenca, para centro y maestranza de las futuras operaciones militares, porque desde los primeros instantes de su llegada, la valerosa lealtad, y el cívico desinterés, irguiéronse, como heráldicos leones, en torno al escudo de la empresa libertadora.
¡Qué días aquellos, de fiebre patriótica y delirio republicano! ¡Se abrieron los tesoros de todos los recursos; sumáronse los esfuerzos de todas las energías; el otro no tuvo más dueño que la Libertad; los campos vaciaron sus trojes; las dehesas quedaron despobladas de caballerías y reses. Documentos poseemos, de los centenares de arrobas de carne, de pan, de menestra, con que la generosidad azuaya, amén de enormes contingentes de sangre, alimentó, rehízo y puso, en plenitud de vigor, los estropeados músculos y agotadas fuerzas de los moribundos soldados de la libertad.!

¡Sangurima, nuestro grande y genial Sangurima, convirtiendo la ciudad, en guerrera maestranza; hizo crujir todos los yunques; y chispear todas las fraguas; y puestos a contribución, el bronce de las campanas, y el cobre de los utensilios, y el hierro de los instrumentos; de Cuenca, sí de Cuenca, salieron cureñas y trabucos; lanzas y espadas; viceras y proyectiles; y hasta los clarines mismo, que debían tocar victoria en las gloriosas cumbres del Pichincha!
No hay por qué no decirlo, ecuatorianos, ya que, la verdad, jamás es desplante, que tal vez, sin Cuenca no habría habido la victoria, cuyo recuerdo celebramos hoy; y quizá por ello, la Providencia, le otorgó singular corona, haciéndola madre del mayor de los héroes, de aquella épica jornada; del mayor digo, en atención a sus homéricas hazañas, en soberbio contraste, con la increíble puericie de los años.
Los humildes telares primitivos del indio, obligada acémila de toda buena o mala empresa, arrojaron, millares de millares, de varas de lienzo y de jerga, para vestir a los soldados que iban llegando, casi desnudos, por la desvestidora rapiña, de selvas, páramos y tremedales. Pasma la actividad maravillosa de Heres, primer Gobernador republicano de Cuenca, no diremos, para acumular, sino para crear recursos y vituallas. ¡Año terrible fue, para esas comarcas doloridas, desangradas, hambrientas; pero la población toda hizo, alegría del sacrificio, al ver que en ellos, iba la liberación definitiva de la ilustre Quito !
Sin embargo del aparato guerrero y de las terribles necesidades de la campaña, hermoso día fue para Cuenca, el de la instalación de su primera Corte republicana de Justicia. Sucre no era solo un afortunado hombre de guerra, sino también, un Magistrado clarividente y organizador, que, no perdía ocasión, de favorecer, el desarrollo de los pueblos libertados, poniéndoles al amparo de las leyes colombianas. Por esta y otras sabias providencias de Sucre y por uno como salto lírico de la libertad, Cuenca, no obstante su inmensa distancia de los demás pueblos colombianos y de hallarse separada de éllos, por países sujetos aún al régimen español, vino a ser el primer girón de la Colombia de Bolívar, definitivamente organizado en el Sur.
Desde los primeros días de Abril, el Ejército comenzó a salir al Norte, en pequeñas y en grandes masas, que se iban escalonando, en las villas del tránsito, para que, su presencia total, en un solo punto, no hiciese imposible la subsistencia.
Quien no conozca los terribles desfiladeros del nevado del Azuay, no puede imaginar siquiera, el heróico esfuerzo del Ejército patriota, para trasladarse, de las comarcas del Cañar, a las del Chimborazo. ¡Abruptas rocas tajadas a pico; abismos que crispan  por su magnitud aterradora ; girones afilados por la fractura geológica ;nieve que congela la sangre en las arterias; raredad de aire, que envenena; y la fatiga, la agotadora fatiga, de la ascensión a miles y miles de metros sobre el nivel de los mares! ¡A muchos faltó la resistencia, y cadáveres quedaron, llamando, a los cóndores del desierto, con el lívido botín de sus carnes, y señalando, con los blancos jalones de sus huesos desmontados, el áspero camino de la libertad!
Casi por esos mismos días, llegaban a las montañas de Naranjal; en viaje a Cuenca, para seguir a Quito, los 800 veteranos, que bajo la égida de Córdova, eran el más grande contingente y la mayor promesa de victoria, que, el genio vigilante de Bolívar, enviaba a la esperanzada solicitud de Sucre. La naturaleza, trágica madrastra del heroísmo, burló, en un momento, la magnífica previsión de los grandes Capitanes. ¡De los soldados del Batallón Alto Magdalena, no llegaron, a su destino, sino los pocos desperdicios que sobraron de la voracidad de la muerte! ¡Jamás los pantanos y tremedales de un camino; las zarzas y tocones de una selva; la lluvia y fragor de una estación; hicieron, en un ejército colombiano, más espantosa carnicería !
No parecía sino, que, la Naturaleza, en plena complicidad con los realistas, saltaba, como su mejor aliado, para destruir las huestes libertadoras. Después de haber agotado la carne de las caballerías y el cuero de los arneses; en los delirios del hambre, y en la catalepsia del frío; desnudos, vacilantes, aquellos valientes extranjeros, iban quedando, entumecidos por la nieve de la muerte; ya en trágicos grupos, en derredor de un árbol; ya en las tortuosas fauces de los barrancos; ya amortajados de barro y paja a la vera de imposibles senderos. ¡No exageramos; tragedia es, pero no leyenda! …… ¡Centenares de soldados, quedaron para siempre, en la soledad de esa montaña, certificando, con su obscuro sacrificio, la sublime abnegación del héroe anónimo, que, se entrega dócilmente a los zarpasos de la muerte, sin soñar siquiera con los imaginarios desquites de la gloria! …..
La montaña del Naranjal, pasó a ser desde entonces, para los patriotas, odiosa hermana de las llanuras de Huachi. Felizmente la previsión de Heres, llenado había, anticipadamente, con tercios cuencanos, el inmenso vacío que, tenía de dejar, la casi total desaparición del Alto Magdalena.
Y ahora, volvamos al Ejército Libertador, que, ignorante aún de tan aciagos acontecimientos, prosigue en vigoroso avance.
Estamos ya, en comarcas de la antigua Riobamba. Forzados hábilmente los más difíciles y bien defendidos pasos, nuestros soldados, retaron a combate, al enemigo. La avezada felonía de López, tentó a base de generosa hidalguía, sorprender la buena fe de los patriotas, haciendo, estratagema de guerra, de la más inicua de las villanías.
Como castigo a tamaña celada, vino de súbito el formidable encuentro de caballerías de Tapi; en que, los Gauchos y Rotos de Laballe; y los Llaneros, Montuvios y Serranos de Ibarra, pusieron, bajo el casco de sus caballos, los trofeos del valor y de la audacia realistas. ¡Homérico choque aquel, en que, el huracán de sables y lanzas y boleras, y el sonante tropel de esos ferrados centauros, hicieron temblar, la planicie, donde descansa el coloso de los Andes: la tierra con su pero equilibrado. El cuadrupedante putrem sonitu Quatit ungula campum, de Virgilio, tuvo plena resonancia, en aquellas salvajes soledades ecuatorianas.! ¡Masas palpitantes y sangrientas de carnes atropelladas; cuerpos colgados de los arzones, por la roja ligadura de las entrañas; saltos de bestias indómitas y espantadas; interjecciones de triunfo, alaridos de agonía! . . . . . .
                ¡Aquel episodio, fue un présago esboso en miniatura, de la sublime algarada de Junín!
                La trompeta de los vencedores, despertó, con dianas de victoria, a la noble Riobamba, cuna  de hidalgos, donde tenía ya robustos polluelos el cóndor de la libertad.
             El rápido avance de los patriotas, seguía como, la sombra al cuerpo, la retirada o concentración de los realistas.
Ambato, siempre viril y patriota, Latacunga leal y generosa, y todos los pueblos y villas del tránsito, iban recibiendo, con transportes de júbilo y auxilios de guerra, la gloriosa invasión de las tropas libertadoras. ¡El ardor del patriotismo; los milagros del valor; la misma grandeza del paisaje andino; ponían, fermento de victoria, en el pecho de los nuestros, y simiente de caída en el corazón de los enemigos!
                Era el mes de Mayo. El coronel Maza, segundo Jefe del Alto Magdalena, fue enviado a Guaranda, cuna también de insignes patriotas, para sujetar, a Don Félix de San Miguel, curiosa personificación americana, de crueldad y de intransigencia realistas; y Maza, estremóse con él y los suyos, aplicándoles, con mano de hierro, la ley del talión y sarandeándoles sin piedad en la criba del martirio.
 Sucre, llegado a Chillo, provocó consecutivamente al enemigo, sin lograr enfrentarlo en batalla. Convencido de lo inútil y retardario de un pesado tren de artillería, en tales sinuosidades geográficas, y ante un enemigo siempre en fuga, desmontando sus piezas, las clavó en aquellas tierras. Después, buscando la conveniencia estratégica; acosando la incertidumbre española; atisbando cumbres y llanuras; siempre en pos del momento y campo oportunos; burlando las maniobras enemigas; fue de avance en avance, hasta que el 23 de Mayo, sediento ya de victoria, resolvió la ascensión por las agrias pendientes y abruptos repechos del Pichincha, no para ir en ayuda de Bolívar, trágicamente enclavado en el cubil de la leonera pastusa, evadiéndose del ejército de esta ciudad, sino, para evitar la incorporación de contingentes realistas que venían del Norte, y para envolverlo en ese flanco, dando, campo adecuado, a las actividades de su caballería. ¡No imagino siquiera, que, en la áspera y solitaria cumbre del Pichincha, sentada, entre las nieves del monte y los astros del cielo, le estaba esperando la victoria, para entregarle la sortija de las nupcias !
Atrevida resolución la del ínclito guerrero, y maravillosa disciplina, la del novel Ejército, que, supo llevarla a cima cumplidamente, entre las espesas tinieblas de la noche y el fragor de un aguacero tropical. No ascendía por un camino, por un desfiladero cuando menos; sino literalmente, gateando, a saltos, revuelcos, y caídas, por riscos y barrancales de la serranía, erizados de guijarros y malezas, que se alzaban en la sombra de la noche, para morder, a manzalva, las carnes y los vestidos de aquellos bravos exploradores de la gloria. ¡Y entre el rigor de tal marcha, y entre las pericias de tal sendero; ni un grito, ni una queja, ni una palabra siquiera, que, interrumpiendo el estratégico silencio, los denunciase a la vigilancia enemiga!
Eran las ocho o nueve de la mañana del 24 de Mayo de 1822, cuando, los primeros tercios libertadores, codeándose con las nubes, detuviéronse, a flor de abismo, sobre las excelsas cumbres del volcán, que iban a inmortalizar con su hazaña. ¡La fatiga y el dolor, cambiáronse, en descanso y alegría, cuando vieron surgir ante sus ojos, a Quito, la heróica víctima del despotismo realista, la iniciadora y mártir de la independencia americana, en busca de cuya libertad, se habían venido desde lejanas tierras, en larga odisea de sacrificios y de sangre! ¡El pabellón de Colombia, desplegado al viento de las cumbres, como heráldico cóndor, sacudió sus alas vencedoras, en dosel de libertad y de gloria, sobre la ciudad cautiva!
¿Quién podrá decir, las trágicas emociones del alma española y los épicos transportes del alma quiteña; cuando, desde esta ciudad, vieron, flamear repentinamente, al hermoso sol de esa mañana, el iris de Bolívar, que, venía a dar un ósculo de gloria, a los sangrientos manes de las víctimas de Agosto. ?
La expectación ciudadana; nerviosa al principio; altanera después; se puso a ras de bardas y tejados, para el inquieto atisbar, de los movimientos del Ejército libertador, en el cual se habían enrolado, desde días anteriores, destacamentos de voluntarios quiteños.
Los españoles temerosos o desconcertados, emprendieron a su vez, la ascensión del volcán. ¡El vértigo de la sorpresa, o más bien la fuerza del Destino, les empujaba también a la cumbre, para que desde la cumbre fuera más tremenda la caída!
Fatigando hombres y destroncando caballerías, en breve plazo, lograron coronar su atrevida ambición. Impasibles y serenos, contemplaban tan agrio ascenso, los soldados de Sucre; mientras la ciudad, anhelosa, inquieta, jadeante, agonizaba, en el terrible calofrío, de la trágica expectación.
¡Ese era para Quito, la más grande de sus horas; porque no sabía, si, de su sagrada montaña, iban, a poco, a descender sobre ella, el alud victorioso de las venganzas, o las auras divinas de la libertad triunfante!
No vamos a describir militarmente, el reparto y disposición estratégica de los ejércitos; no, que éllo, corresponde, a quien, para ello, posea la ciencia técnica del caso; queremos sólo, que vosotros tengáis, la visión sumaria del combate.
Puestos los primeros destacamentos, a distancia de tiro, rompiéronse los fuegos, cuyos primeros truenos, parecían duplicarse en las quiebras y en los riscos, dilatando su fragor, por la soledad de la montaña. La batalla, fue inesperada, y la integración de las tropas colombianas no concluía aún ; el parque y parte del ejército, habían quedado muy retrasados ; el sitio escabroso y desconocido, no permitía desarrollar, un plan previamente estudiado; mas el momento y la situación no permitían espera; era pues necesario batirse; vencer o morir. La experiencia militar de Sucre, y la indómita fiereza de sus huestes, magnificadas por la grandiosidad del escenario, iban, a sacar partido, del imprevisto encuentro, sorteando la suerte de las armas de Colombia, en el azar de una heroica aventura.
¡Soberbia la arremetida ; recio el batallar; el valor de entrambos combatientes parecía dividirse del manto de la victoria; las sinuosidades y relieves del volcánico terreno, despertaban y frustraban, a cada momento, nuevas iniciativas, de Jefes y Oficiales, soldados de Colombia y soldados de España, rodaban, en marejadas de sangre, sembrando, las abruptas pendientes, de palpitantes rosas de martirio. Y los buitres y los lobos, parecían huir de esa montaña sacudida por el fragor de una tormenta de fuego!
Hostigados los bravos de Colombia, de la tardía pesadez del plomo, desencadenaron la tempestad de los aceros, aventando, entre un ciclón de sables y bayonetas, la audacia y el valor de los realistas, a los abismos de la muerte. El choque inacabable de los hierros, sedientos de sangre, hacía vibrar chispas y relámpagos de tragedia !
Largo iba el terrible encuentro, y Sucre, multiplicando su vigiladora presencia, tendía miradas de serenidad y de gloria, sobre la heróica temeridad de sus soldados.
Aquel muchacho de Cumaná, puesto sobre la cumbre del ejército libertador y sobre la cumbre del volcán andino, irradiaba, alto, sereno, majestuoso, con la eterna juventud del valor y la sublime ancianidad de la sabiduría.!
Pasaban lentas las horas; hasta que, diezmados, deshechos, enloquecidos, los realistas, al empuje irresistible de las cargas colombianas, empezaron a descender, en torrentes de tragedia, ansiosos de escapar de la muerte, en brazos de la derrota !
¡Las dianas del triunfo, en un lejano temblor de épicas emociones, anunciaron a Quito, en redención; el poema de la libertad ecuatoriana acabada de escribir, su último canto, en las páginas de nieve, del Monte más alto en la Geografía Moral del Continente !
    Mientras los soldados vencedores, perseguían la derrota de los realistas; en su recodo de la montaña, un grupo colombiano demoraba en torno de un moribundo. ¡Era Calderón que, destartalado y sangriento, enviaba, desde el tálamo de la muerte, su última sonrisa de dolor a la Patria redimida.!
¡Mancebo digno de las edades heroicas; su memoria es un código de honor para nosotros; jamás deberíamos pronunciar su nombre, sin poner la mano en la espada y el corazón en la Patria!    ¡Todos los magnánimos esfuerzos; todos los generosos contingentes; todos los grandes padecimientos, de Cuenca, divinamente retribuidos quedaron, con aquella enorme flor de sangre y de gloria, con que, remató Dios, la corona de la libertad ecuatoriana . . . . .!
¡Después de la batalla,; Sucre siempre noble y clemente siempre, ofreció al honor del vencido, el generoso reducto de una capitulación; y descendió a esta ciudad redimida por su espada, no con arrestos de vencedor y en traje de victoria, sino con la humilde blusa de campaña; y como soldado al fin, y magno soldado de la Gran Colombia, antes de poner su cortesanía, al servicio de las alegrías del triunfo y de los saraos de la gratitud, fue al templo del Señor de los Ejércitos, y en el sitio mismo, donde centurias antes rezara Benalcázar, al terminar la conquista de estos territorios, cayó Sucre de rodillas, para bendecir al Dios de las victorias; y allí se estuvo, en largo y abismado recogimiento, estrechando contra su convulso pecho la redentora cruz del pomo de su espada! . . . . .
Para concluir; debíamos preguntarnos los frutos que, de una centuria de libertad, hemos obtenido.
Pero, la revisión histórica de errores y miserias, es siempre dolorosa, y hoy es día de júbilo y de gloria.
Mas, no por eso, hagamos del estéril pesimismo, que es la trágica mentira del vacío, alma y solución de nuestros problemas.
¡Hora es de que, en tiempo, y, a la centenaria luz, de las gestas de nuestra emancipación, haciendo el cruel, pero necesario examen de nuestros defectos y caídas; pongamos, cauterio de virtud en nuestras llagas sociales; simiente de resurrección en la catalepsia nacional; motor de vida en la desmontada máquina de nuestras energías; blasón de triunfo en el estandarte de nuestras empresas! ¡No hagamos, de las páginas escritas con sangre libertadora, libro inútil de gloriosas vanidades, sino estatuto de honor, código de justicia, decálogo del derecho! ¡Los héroes no murieron, para que, nosotros, tengamos epopeyas que cantar, sino ejemplos de virtud y patriotismo que seguir! ¡Recojamos, en urnas de oro, la ceniza de sus despojos, pero, no hechemos en cántaro roto, la sabiduría de sus hechos!
¡No dejemos que la roña del orín venga a corroer los gloriosos aceros, donde palpitó el alma de la libertad!
¡Hagamos del hierro, reja de enflorar baldíos, y espada de acotar derechos!
-          Y si, en la economía de la Historia, nacimos para morir en juventud; caigamos sí, pero caigamos con la fiebre de los grandes anhelos, no con entumecimiento de las menguadas realidades!
¡La mano en el hierro; el cerebro en la verdad; el corazón en la esperanza; avancemos resueltos, a la conquista del porvenir, seguros de que el Dios de las Naciones, jamás nos negará su Providencia, y seguros también de que, la maldad humana, jamás puede torcer la conclusión de los silogismos eternos!

Sin mezquindades de doctrina; sin fronteras de egoísmo; sin mentiras de libertad; sin mutilaciones de la justicia; en una soberano arranque de comprensión y amor: pongamos, sobre los Partidos, a la Patria, a la Humanidad; sobre la Humanidad, a DIOS! . . . .

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