Era la noche del 23 de Mayo
de 1822.
Al suave resplandor de
una hermosa Luna que brillaba en un cielo profundamente azul y tachonado de innúmeras
estrellas, se veía desfilar sigilosamente a un grupo considerable de hombres
armados, con dirección al Pichincha, monte a cuyas faldas se levanta la ciudad
de Quito, capital de la República.
El silencio era solemne;
casi no se oían las pisadas de aquellos hombres, y ni una luz, ni siquiera el
menor rastro de claridad artificial iluminaba su camino.
Difícil era este y por
demás accidentado. Los nocturnos expedicionarios tan pronto rompían entre
malezas como caminaban por valles profundos, hundiendo sus pies en hondos
barrizales, resbalando entre pedruscos, esguazando torrentes hinchados por las
lluvias de los días anteriores.
Sus movimientos eran
cautelosos y ordenados; diríase que era un solo hombre que marchaba entre el
silencio de la noche.
La caminata duró algunas
horas: al amanecer del 24 hallábanse ya a respetable altura sobre el volcán que
era el objeto de su jornada.
Bien pronto los primeros
rayos del sol vinieron a llenar de viva claridad los horizontes inmensos, y a
la distancia, haciendo coro al himno matinal de la naturaleza, resonaron las
alegres dianas de un ejército en espera.
El panorama era magnifico
y causaba asombro a los que por primera vez habían puesto la planta en ese
lugar que bien pronto iba a recibir un baño de sangre y hacerse famoso con una
de las más célebres batallas de la libertad americana.
Porque esa gran porción
de hombres armados era el ejército que el General Sucre conducía desde las
ardientes selvas de la costa, para decidir en un combate la suerte de la que es
hoy la República del Ecuador. Se componía de tres mil soldados, curtidos al
vivac de los campamentos y al fuego de las batallas; veteranos que, en la magna
Epopeya de la Independencia, se habrían cubierto de gloria, ya en las llanuras
del Apure, ya en los campos inolvidables de Carabobo y Boyacá, o en las
jornadas históricas de Maipú y Chacabuco: venían de todas partes, del Norte del
Sur, del Meridión, como a una cita gloriosa en defensa de la más grande e
inmortal de las causas.
Arriba, el cráter del volcán
cubierto de eterna nieve; abajo, la ciudad que despertaba sonriente y bañada en
luz, con sus majestuosas cúpulas, sus altos campanarios y sus techados rojos;
más allá, la verdura de los campos de esta privilegiada tierra extendiéndose sin
fin, cruzados de arroyos espumosos, de ríos como de plata, sembrados de granjas
y atalayados por colinas de gracia escultural; en el confín lejano, las blancas
cimas de los gigantes o la cordillera andina, y cubriéndolo todo, un cielo
encendido en matices rojos, por el cual iba ascendiendo lentamente con pompa y
majestad imponderables el sol ecuatorial.
Algo menor que el
ejército de Sucre, en el cual había jefes como el General Mires, el Coronel
Morales, el Coronel José María Córdova y el Coronel Santa Cruz, Jefe de los
auxiliares peruanos, era el ejército realista que comandaba el Presidente
Aymerich y el Coronel López, traidor a la Patria en la plaza de Babahoyo.
Al mirar este ejército que
los patriotas coronaban las altas faldas del Pichincha, a una altura de 4.600
metros sobre el nivel del mar, se movieron de sus posiciones para desalojarlos,
y comenzó la batalla.
Rompiéronse los fuegos a
las nueve y media de la mañana entre el grueso ejército de Aymerich y las
tropas que mandaba el Coronel Córdoba, compuestas de dos compañías del Magdalena, los cazadores del Paya y el batallón peruano Trujillo.
Media hora duró este
primer encuentro, hasta que, consumidas sus municiones, se ven los soldados de
la Independencia obligados a retirarse, lo que hacen poco a poco, dando frente
al enemigo.
Municionados ya de nuevo,
vuelven a la pelea, reforzados por dos compañías del Yaguachi al mando del Jefe
de Estado Mayor Coronel Morales y lo restante de la infantería a las órdenes
del General Mires.
Nuevamente consumidas las
municiones, se ven otra vez los patriotas en el caso de replegarse, y los
realistas se arrojan sobre ellos, creyéndolos ya vencidos. Tres compañías del
batallón Aragón se desprenden para flanquear la izquierda de Sucre, y a su
encuentro salen otras tres del Albión, cuerpo formado por aquellos bravos
ingleses que vinieron a derramar su sangre en la conquista de la libertad
americana.
Dase, entonces, orden de cargar a la bayoneta, y
comienza lo más horroroso del combate.
“El choque fue horrendo,
dice un autor; en honor a la verdad, el heroísmo español nos asombra: jadeantes
los soldados, sin respiración por la subida perpendicular, se venían en
pelotones sobre nosotros, como un aluvión invertido, como un alud que ascendiese.
Recibíamoslos a machetazos, a culatazos, a empellones.
Aquello era algo así cual
una miniatura del combate de los titanes contra el cielo: ni siquiera nos
faltaban los peñascos para lanzarlos sobre el adversario; los caballos que
morían se precipitaban por el declivio aplastando a los que trepaban. ¡Que infierno!, Era necesario atender
al enemigo y prestar atención al suelo; el que caía, rodaba hasta los pies de
los contrarios que subían, e iba a ser degollado o tomado prisionero, o a
despedazarse en hórridos precipicios. Los heridos se asían de nuestras piernas
o de los matorrales, plantas de los combatientes o los cascos de los bridones.”
“Córdova recibió orden de
dar el golpe de gracia: cesamos la defensiva, y como si tornase a la actividad
ese mismo volcán sobre suyas erupciones petrificadas combatíamos, cual quemante
irresistible lava borbollando del cráter de las pasiones humanas, más terribles
que el del volcán, la ola ardiente de hombres enfurecidos, con las bayonetas
chorreando sangre, gritando, tronado, haciendo retemblar el monte, se precipitó
sobre las mejores tropas de Aymerich, cuyo hijo murió uno de los primeros.” (*)
La carga fue
irresistible, temblaba el monte al choque de los enfurecidos lidiadores. Entre
el humo de los disparos y el fragor de la contienda, veíase rodar por las
grietas y matorrales, hombres y caballos, heridos y muertos, en horrorosa confusión,
Los gritos, los alaridos, las blasfemias llenaban el espacio al igual que el
sonido de la fusilería; las bayonetas chorreaban sangre, y de sangre hasta el
pomo estaban bañadas las espadas: ardía la ira en los corazones y los ánimos
estaban inflamados de soberbia, de desesperado heroísmo.
Al fin, los españoles
cedieron el campo, precipitándose abajo, por entre quiebras y riscos, y “a las
doce del día, en que se ostenta más espléndido el que fue dios de Calicuchima y
Quisquís, los soldados de la libertad, haciendo, no correr sino rodar a los
vencidos y obligándolos a refugiarse en el fortín del Panecillo, dieron el
grito de Victoria”. (*)
Los habitantes de la
ciudad de Quito contemplaban la batalla desde altos collados, de las torres de
las iglesias, de las azoteas, galerías, ventanas y techados de las casas,
siguiendo anhelosos e impacientes las peripecias de la lucha, palpitando los
corazones de los cuarenta mil habitantes al esfuerzo de las más encontradas
emociones: terror, desesperanza,
alegría, victoria.!
“Hasta ancianos y adultos
de ambos sexos, -dice otro autor-, habían subido gozosos las crestas
encumbradas, cual llevando un plato de comida o una canasta de bizcochos, cual
un poco de pólvora, cual una bayoneta, alguna cosa, en fin, con que manifestar
su gratitud a los soldados de la patria. Los vivas a la libertad y al vencedor
tuvieron aturdida la ciudad toda la noche del 24” (**)
Entre los soldados de la
independencia había un jovencito casi imberbe, que desde tiempos atrás
distinguíase por su bravura en los combates y su serenidad ante el peligro.
Llamábase el tal Abdón Calderón, había nacido en la ciudad de Cuenca, y
pertenecía a una familia muy respetable de Guayaquil.
Años atrás al padre de
ese joven le había inhumanamente fusilado el tirano Sámano, Virrey de Nueva
Granada, así mismo por ferviente amigo y favorecedor de la independencia.
Abdón, tenía, pues, en sus venas sangre de héroes y de mártires, y en su alma
la filial obligación de vengar, batiéndose en los campos de la libertad, el
bárbaro asesinato de su infeliz padre.
Enrolado en el ejército
de Sucre, pertenecía al batallón Yaguachi y tenía el grado de Teniente en una
de sus compañías.
Fue este soldado niño quien dio en aquella
memorable jornada la prueba mayor de hasta dónde puede llegar el heroísmo cuando
está alentado por el sagrado amor a la patria; y por eso, en esta acción se
destaca su figura entre las de tantos guerreros beneméritos, llamados Sucre,
Mariscal de Ayacucho, Córdoba, el héroe de cien batallas legendarias, Mires,
Santa Cruz, Morales, los invictos del Albión y otros muchos que pelearon el 24
de Mayo.
Hemos dicho que, obligada
a retirarse la vanguardia, que mandaba Córdova, por falta de municiones, volvió
al combate, reforzada con dos compañías del batallón Yaguachi. En una de esas compañías
estaba Calderón.
Inflamado de valor, corre
al frente de los suyos y se precipita sobre el enemigo.
-¡Adelante, amigos míos! ¡Avancen,
muchachos! –exclamaba con delirio dirigiéndose a los suyos, y se entra por
donde arreciaba el peligro y se cernía la muerte, con la mirada encendida y la
espada desnuda en la diestra.
Silba una bala y le rompe
el brazo derecho.
Pasa Calderón la espada a
la izquierda, y continúa la lucha al grito de:
-
¡Viva la Patria!
Silba otra bala y le
rompe el brazo izquierdo.
¡-Viva la República-!, -
grita el heróico adolescente, y siempre en pie, siempre sereno, anima a los
suyos, y corre adelante con la espada en los dientes.
-
¡Avancen! ¡A
ellos!
Silba otra bala y le
atraviesa el muslo.
Vacila el niño, pero no
cae.
-
¡Patria! ¡Patria! ¡Libertad! ¡Libertad! Y adelante! –grita
como puede, dejando caer la ya inútil espada.
Viene una bala de cañon y le lleva ambas piernas.
¡Viva la Independencia!
Y cae sobre su espada.
Y allí, en el suelo, sin
brazos, sin piernas, destrozado, mínima parte de sí mismo, aun respira con el
aliento de su valor gigantesco y lanza entre el hipo de la muerte el ultimo
VIVA LA REPUBLICA!
Y luego, como una pálida
flor que se dobla, blanco como un lirio que se marchita en un lago de sangre,
entrega su grande alma.
Tenía diez y ocho años.
El batallón entero que le
había atacado se arroja sobre sus despojos sangrientos, y alrededor de su cadáver,
como en los cantos épicos de la Iliada, se traba un reñido combate……….
Cuando el Libertador supo
este hecho admirable dispuso que la compañía del YAGUACHI a que pertenecía
Calderón, no tuviese en adelante Capitán,
y que cuando se corriese la lista y se nombrase al héroe de Pichincha,
ascendido a aquel grado después de su muerte, la compañía entera contestase:
“Murió
gloriosamente en Pichincha, pero vive en nuestros corazones.”
Esta fue la batalla de
Pichincha que nos libró del yugo extranjero y tal el comportamiento glorioso de
ABDON CALDERON.
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