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viernes, 24 de mayo de 2019

ABDÓN CALDERÓN por Manuel de Jesús Calle;1822.


Era la noche del 23 de Mayo de 1822.
Al suave resplandor de una hermosa Luna que brillaba en un cielo profundamente azul y tachonado de innúmeras estrellas, se veía desfilar sigilosamente a un grupo considerable de hombres armados, con dirección al Pichincha, monte a cuyas faldas se levanta la ciudad de Quito, capital de la República.
El silencio era solemne; casi no se oían las pisadas de aquellos hombres, y ni una luz, ni siquiera el menor rastro de claridad artificial iluminaba su camino.
Difícil era este y por demás accidentado. Los nocturnos expedicionarios tan pronto rompían entre malezas como caminaban por valles profundos, hundiendo sus pies en hondos barrizales, resbalando entre pedruscos, esguazando torrentes hinchados por las lluvias de los días anteriores.
Sus movimientos eran cautelosos y ordenados; diríase que era un solo hombre que marchaba entre el silencio de la noche.
La caminata duró algunas horas: al amanecer del 24 hallábanse ya a respetable altura sobre el volcán que era el objeto de su jornada.
Bien pronto los primeros rayos del sol vinieron a llenar de viva claridad los horizontes inmensos, y a la distancia, haciendo coro al himno matinal de la naturaleza, resonaron las alegres dianas de un ejército en espera.
El panorama era magnifico y causaba asombro a los que por primera vez habían puesto la planta en ese lugar que bien pronto iba a recibir un baño de sangre y hacerse famoso con una de las más célebres batallas de la libertad americana.
Porque esa gran porción de hombres armados era el ejército que el General Sucre conducía desde las ardientes selvas de la costa, para decidir en un combate la suerte de la que es hoy la República del Ecuador. Se componía de tres mil soldados, curtidos al vivac de los campamentos y al fuego de las batallas; veteranos que, en la magna Epopeya de la Independencia, se habrían cubierto de gloria, ya en las llanuras del Apure, ya en los campos inolvidables de Carabobo y Boyacá, o en las jornadas históricas de Maipú y Chacabuco: venían de todas partes, del Norte del Sur, del Meridión, como a una cita gloriosa en defensa de la más grande e inmortal de las causas.
Arriba, el cráter del volcán cubierto de eterna nieve; abajo, la ciudad que despertaba sonriente y bañada en luz, con sus majestuosas cúpulas, sus altos campanarios y sus techados rojos; más allá, la verdura de los campos de esta privilegiada tierra extendiéndose sin fin, cruzados de arroyos espumosos, de ríos como de plata, sembrados de granjas y atalayados por colinas de gracia escultural; en el confín lejano, las blancas cimas de los gigantes o la cordillera andina, y cubriéndolo todo, un cielo encendido en matices rojos, por el cual iba ascendiendo lentamente con pompa y majestad imponderables el sol ecuatorial.
Algo menor que el ejército de Sucre, en el cual había jefes como el General Mires, el Coronel Morales, el Coronel José María Córdova y el Coronel Santa Cruz, Jefe de los auxiliares peruanos, era el ejército realista que comandaba el Presidente Aymerich y el Coronel López, traidor a la Patria en la plaza de Babahoyo.
Al mirar este ejército que los patriotas coronaban las altas faldas del Pichincha, a una altura de 4.600 metros sobre el nivel del mar, se movieron de sus posiciones para desalojarlos, y comenzó la batalla.

Rompiéronse los fuegos a las nueve y media de la mañana entre el grueso ejército de Aymerich y las tropas que mandaba el Coronel Córdoba, compuestas de dos compañías del Magdalena, los cazadores del Paya y el batallón peruano Trujillo.
Media hora duró este primer encuentro, hasta que, consumidas sus municiones, se ven los soldados de la Independencia obligados a retirarse, lo que hacen poco a poco, dando frente al enemigo.
Municionados ya de nuevo, vuelven a la pelea, reforzados por dos compañías del Yaguachi al mando del Jefe de Estado Mayor Coronel Morales y lo restante de la infantería a las órdenes del General Mires.
Nuevamente consumidas las municiones, se ven otra vez los patriotas en el caso de replegarse, y los realistas se arrojan sobre ellos, creyéndolos ya vencidos. Tres compañías del batallón Aragón se desprenden para flanquear la izquierda de Sucre, y a su encuentro salen otras tres del Albión, cuerpo formado por aquellos bravos ingleses que vinieron a derramar su sangre en la conquista de la libertad americana.

Dase, entonces, orden de cargar a la bayoneta, y comienza lo más horroroso del combate.

“El choque fue horrendo, dice un autor; en honor a la verdad, el heroísmo español nos asombra: jadeantes los soldados, sin respiración por la subida perpendicular, se venían en pelotones sobre nosotros, como un aluvión invertido, como un alud que ascendiese. Recibíamoslos a machetazos, a culatazos, a empellones.
Aquello era algo así cual una miniatura del combate de los titanes contra el cielo: ni siquiera nos faltaban los peñascos para lanzarlos sobre el adversario; los caballos que morían se precipitaban por el declivio aplastando a los que trepaban. ¡Que infierno!, Era necesario atender al enemigo y prestar atención al suelo; el que caía, rodaba hasta los pies de los contrarios que subían, e iba a ser degollado o tomado prisionero, o a despedazarse en hórridos precipicios. Los heridos se asían de nuestras piernas o de los matorrales, plantas de los combatientes o los cascos de los bridones.”

“Córdova recibió orden de dar el golpe de gracia: cesamos la defensiva, y como si tornase a la actividad ese mismo volcán sobre suyas erupciones petrificadas combatíamos, cual quemante irresistible lava borbollando del cráter de las pasiones humanas, más terribles que el del volcán, la ola ardiente de hombres enfurecidos, con las bayonetas chorreando sangre, gritando, tronado, haciendo retemblar el monte, se precipitó sobre las mejores tropas de Aymerich, cuyo hijo murió uno de los primeros.” (*)

La carga fue irresistible, temblaba el monte al choque de los enfurecidos lidiadores. Entre el humo de los disparos y el fragor de la contienda, veíase rodar por las grietas y matorrales, hombres y caballos, heridos y muertos, en horrorosa confusión, Los gritos, los alaridos, las blasfemias llenaban el espacio al igual que el sonido de la fusilería; las bayonetas chorreaban sangre, y de sangre hasta el pomo estaban bañadas las espadas: ardía la ira en los corazones y los ánimos estaban inflamados de soberbia, de desesperado heroísmo.
Al fin, los españoles cedieron el campo, precipitándose abajo, por entre quiebras y riscos, y “a las doce del día, en que se ostenta más espléndido el que fue dios de Calicuchima y Quisquís, los soldados de la libertad, haciendo, no correr sino rodar a los vencidos y obligándolos a refugiarse en el fortín del Panecillo, dieron el grito de Victoria”. (*)

Los habitantes de la ciudad de Quito contemplaban la batalla desde altos collados, de las torres de las iglesias, de las azoteas, galerías, ventanas y techados de las casas, siguiendo anhelosos e impacientes las peripecias de la lucha, palpitando los corazones de los cuarenta mil habitantes al esfuerzo de las más encontradas emociones:  terror, desesperanza, alegría, victoria.!

“Hasta ancianos y adultos de ambos sexos, -dice otro autor-, habían subido gozosos las crestas encumbradas, cual llevando un plato de comida o una canasta de bizcochos, cual un poco de pólvora, cual una bayoneta, alguna cosa, en fin, con que manifestar su gratitud a los soldados de la patria. Los vivas a la libertad y al vencedor tuvieron aturdida la ciudad toda la noche del 24” (**)

Entre los soldados de la independencia había un jovencito casi imberbe, que desde tiempos atrás distinguíase por su bravura en los combates y su serenidad ante el peligro.

Llamábase el tal Abdón Calderón, había nacido en la ciudad de Cuenca, y pertenecía a una familia muy respetable de Guayaquil.

Años atrás al padre de ese joven le había inhumanamente fusilado el tirano Sámano, Virrey de Nueva Granada, así mismo por ferviente amigo y favorecedor de la independencia. Abdón, tenía, pues, en sus venas sangre de héroes y de mártires, y en su alma la filial obligación de vengar, batiéndose en los campos de la libertad, el bárbaro asesinato de su infeliz padre.
Enrolado en el ejército de Sucre, pertenecía al batallón Yaguachi y tenía el grado de Teniente en una de sus compañías.
 Fue este soldado niño quien dio en aquella memorable jornada la prueba mayor de hasta dónde puede llegar el heroísmo cuando está alentado por el sagrado amor a la patria; y por eso, en esta acción se destaca su figura entre las de tantos guerreros beneméritos, llamados Sucre, Mariscal de Ayacucho, Córdoba, el héroe de cien batallas legendarias, Mires, Santa Cruz, Morales, los invictos del Albión y otros muchos que pelearon el 24 de Mayo.




Hemos dicho que, obligada a retirarse la vanguardia, que mandaba Córdova, por falta de municiones, volvió al combate, reforzada con dos compañías del batallón Yaguachi. En una de esas compañías estaba Calderón.
Inflamado de valor, corre al frente de los suyos y se precipita sobre el enemigo.
-¡Adelante, amigos míos! ¡Avancen, muchachos! –exclamaba con delirio dirigiéndose a los suyos, y se entra por donde arreciaba el peligro y se cernía la muerte, con la mirada encendida y la espada desnuda en la diestra.
Silba una bala y le rompe el brazo derecho.
Pasa Calderón la espada a la izquierda, y continúa la lucha al grito de:
-          ¡Viva la Patria!
Silba otra bala y le rompe el brazo izquierdo.
¡-Viva la República-!, - grita el heróico adolescente, y siempre en pie, siempre sereno, anima a los suyos, y corre adelante con la espada en los dientes.
-          ¡Avancen! ¡A ellos!
Silba otra bala y le atraviesa el muslo.
Vacila el niño, pero no cae.
-          ¡Patria!  ¡Patria! ¡Libertad! ¡Libertad! Y adelante! –grita como puede, dejando caer la ya inútil espada.
Viene una bala de cañon y le lleva ambas piernas.
¡Viva la Independencia!
Y cae sobre su espada.
Y allí, en el suelo, sin brazos, sin piernas, destrozado, mínima parte de sí mismo, aun respira con el aliento de su valor gigantesco y lanza entre el hipo de la muerte el ultimo VIVA LA REPUBLICA!
Y luego, como una pálida flor que se dobla, blanco como un lirio que se marchita en un lago de sangre, entrega su grande alma.
Tenía diez y ocho años.
El batallón entero que le había atacado se arroja sobre sus despojos sangrientos, y alrededor de su cadáver, como en los cantos épicos de la Iliada, se traba un reñido combate……….
Cuando el Libertador supo este hecho admirable dispuso que la compañía del YAGUACHI a que pertenecía Calderón, no tuviese en adelante Capitán, y que cuando se corriese la lista y se nombrase al héroe de Pichincha, ascendido a aquel grado después de su muerte, la compañía entera contestase:

“Murió gloriosamente en Pichincha, pero vive en nuestros corazones.”

Esta fue la batalla de Pichincha que nos libró del yugo extranjero y tal el comportamiento glorioso de ABDON CALDERON.

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